Seleccionar página

RESERVA ECOLÓGICA

Jiutepec morelos

El sonido del viento trasmite los sentires de la naturaleza, acarrea el silencio y el desasosiego, sus aromas y fragancias, mueve al tiempo y a las ramas de los árboles, al unísono liberta las ambarinas hojas otoñales y a las diminutas semillas aladas en redimida danza ritual de los aires, propiciatoria de la fertilidad en la la piel de la madre tierra.

Es Ehecacone el hijo del viento y de la Cuetlaxochitl La Doncella dormida, es el viento en movimiento quien transita sin recato los parajes de la sierra del Chichinautzin, es el dueño y señor del espacio cósmico en libertario albedrío remontando las alturas para observar al  Popozontepetl la montaña que hierve, creadora del entorno circundante con sus derrames lávicos precursores de las zonas del mal país. 

Escenario de sutilezas es el Texcal, personificado por los ennegrecidos suelos cubiertos de cobriza hojarasca en provocador contraste con los verdores de la floresta veraniega, boscaje  en tornadiza paleta de tonalidades, anhelada por el más exigente paisajista, abanico de verdi claros, verduzcos, limones y aceitunados, sin fin de coloraciones presentes el entorno montano; etérea congruencia se percibe en la lejanía al observar los montes verdiazules bañados con un halo de ensoñación repleto de esmeraldas y turquesas, obra de la más depurada orfebrería natural, asombroso escenario enmarcado por la sinfonía matinal del cenzontle y sus cuatrocientos cantos, al ritmo lúdico del viento y el vaivén de la selva.  

El Texcal, las tierras de rudeza pétrea y de impalpables sensaciones, se presenta con sus ígneas rocas desquebrajadas por la perseverancia de los tetlquahuitl, los árboles entre las piedras, los canteros del monte, con su debida persistencia rompen los peñascos con sus finas raíces penetrando la piel de la tierra para llegar a la zona del inframundo y así de esta manera obtener los néctares sustentadores de la vida; ámbito propicio para la Doncella Dormida resguardada bajo el regazo protector de los tetlquahuitl, ahí es donde se encuentra el pochotl, el padre, madre, jefe o gobernante de la selva, con sus frutos de algodón cual seda depositaria del descanso y los sueños, también se ve protegida por el amaquahuitl, el árbol del papel destinado a elaboración de los códices retentores de la historia antigua, no podría faltar el copalquahiutl, el árbol de copal el despensero de las resinas aromáticas creadoras del dios blanco iztateteo, símbolo halagador y vÍnculo de comunicación con las deidades primigenias, y aún más allí en este paraje se encuentra la clavellina la hermosa flor de elote xiloxochitl, con sus ligulados pétalos rosados alimento del Hutzilin, la espina preciosa, el colibrí sagrado.  

El tictac del tiempo sigue su marcha irremisible, atraviesa las estaciones con sus cambios ineludibles en afinidad plena con la floresta, ofreciendo una nueva ventana rebosada de belleza en el acontecer veraniego, momento preciso para el surgimiento de los botones verde dorados de la xicamoxochitl la Dahlia coccinea Cav., previo acontecer con plenitud de las corolas rojo anaranjadas, embeleso de  las nimias y afanosas abejas melíferas  y de los rudos abejorros negro amarillos polinizadores importantes en plena decadencia por los drásticos cambios ambientales en La Casa Azul, todos vuelan al unísono en lúdico juego al compas de las mariposas preciosas, quetzalpapaloatl, revoletean, bailan, danzan de flor en flor en un perenne ritual consagrado a la vida, por tal motivo la xicamoxochitl, entre otras hermosas flores nativas han sido el símbolo perene de la fertilidad y la belleza de los pueblos primigenios desde épocas perdidas en la obscuridad del tiempo.

Sueños y ensueños se despiertan al transitar por el Texcal, llegan de lejos las voces del viento y el cantar de las aves, el sonido crujiente de las hojas secas a nuestro paso formado en su conjunto la melodía de la selva bajo el frescor matinal; un paso adelante se topara uno con la calidez arropante del mediodía con su silencio mortecino solo interrumpido por el canto de amor de las silbantes chicharras. 

Atardece, el sol declina en su camino hacia las entrañas del inframundo extendiendo sus rayos oblicuos hacia el infinito, rosando con su luminosidad la tez de la selva, en su trayecto acaricia en las alturas a los frutos de relucientes espinas solares de las cactáceas columnares, al pie de los gigantes entre el yerbajal se encuentran los agaves con sus estiletes dispuestos al sacrificio ritual.

La luz languidece, las sombras se extienden, solo se observa las lúgubres formas de los árboles como bastidores vivientes, descansa la selva pero no duerme.